Camino.
Pongo un pie delante del otro. Delante del otro.
No pienso realmente a donde voy. Solo sé que ya no quiero estar donde estoy. Ya no puedo. Ya no debo. Tengo miedo, pero ya no pienso mirar atrás.
Bajo las escaleras de mi casa. Aunque la madera es vieja, no rechina. Eso me gusta, el silencio.
Abro la puerta. Atravieso la puerta.
El cambio brusco de temperatura me hace saber que ya abandoné la seguridad de mi zona de confort. Hace mucho tiempo que no salgo. Demasiado tiempo.
Sigo por la calle donde crecí. El ruido me incomoda. Se mezclan los motores de carros, las voces de gente al teléfono, los zapatos frotándose con el concreto. Respiro hondo. Suena un claxon a lo lejos. Lo ignoro.
En la esquina doblo a la derecha. La avenida está tan concurrida como la recuerdo. No, creo que ahora hay más carros. Sí, ahora hay más.
Espero en el semáforo. Aún no debo morir.
El rojo de los carros indica que ya puedo cruzar. Cruzo. Sigo caminando. Pongo un pie delante del otro. Las líneas de cruce peatonal estarán desdibujadas por unos años más. El asfalto seguirá con huecos.
En la esquina doblo a la derecha. Ese arbusto también sigue ahí. Ahora se ve casi como un árbol. Hace mucho tiempo que no salgo. Demasiado tiempo.
Me acerco a la banca junto al arco que indica el comienzo de la calle comercial. Me siento. Miro a ambos lados. Gente va, gente viene, todos apurados, todos con sus destinos definidos. Unos miran su reloj, otros escriben en sus teléfonos. Pero nadie elige solo caminar. Ninguno quiere disfrutar de la belleza que lo rodea.
Los odio. Ellos parecen tener todo tan claro.
Cierro mis ojos. Percibo el olor a comida. Frituras en aceite barato. El cansancio quiere ganar la batalla. Me cuesta volver a abrir los ojos.
Me cuesta volver a amar.
El recuerdo despierta en mí energías que creí perdidas hace mucho. Me pongo de pie. Me pongo en marcha. Miro a ambos lados. Me despido del arbusto. Me despido de la banca. Sé que ellos no me pueden extrañar. Sé que yo no podré extrañarlos.
Después de cruzar la calle comercial llego a un parque. Es nuevo. Me gusta. Aquí antes había estacionamientos donde nadie estacionaba. Ahora hay árboles que no conozco.
¿A qué hora saldrá de su trabajo?
¿Aún pensará en mí?
Me detengo frente al parque. Me saco el abrigo. Lo estiro hacia arriba. Lo suelto.
Me transformo en un cuervo. Quiero llegar a él. Quiero huir de mí. Levanto vuelo antes de que el abrigo toque el piso. Sé que no me puede extrañar, pero yo sí lo extrañaré.
Veo el parque desde lo alto, me enfrento al viento y al vacío.
Niños juegan.
Veo su edificio a lo lejos. Vuelo hacia allá.
Ahí voy.
Aunque no quiera.
Cuando termino de sobrevolar el parque, me poso sobre un poste de luz. Miro a ambos lados. El ruido me incomoda. Al frente, afuera de ese banco, todos parecen vendedores de algo, con sus trajes recién lavados. Me pregunto si todos serán o aparentarán.
Miro hacia abajo y me dejo caer. Quisiera ser independiente. Ir por el mundo con libertad. Antes de tocar el suelo me transformo en gato. Aterrizo con suavidad.
El perro de la esquina me mira. Sabe que yo sé algo que él no sabe cómo comprender. Parece querer acercarse. Parece no poder.
Camino despacio y buscando refugio. El piso quema más de lo planeado y necesito sombra.
Camino.
El aroma de esa cafetería me gusta, prácticamente puedo saborear el café. Mis sentidos están más agudos. Mucho más agudos.
Camino entre el asfalto caliente y la multitud. Esquivo a los transeúntes. Sus pies me dan asco. Esos zapatos tan relucientes, tan a la medida, tan absortos en llegar a su destino.
Ni siquiera me notan. Los aborrezco. No intentan pisarme. No intentan esquivarme. No existo para ellos. No existo para él.
Soy un fantasma. Un espectador.
Un callejón me ofrece lo que anhelo con deseo. Sombra y un respiro del bullicio. Entro y el aire fresco parece haberme estado esperando. Me abraza y me besa. Sus caricias me refrescan de una manera que casi había olvidado.
Ya no doy más. Me acurruco bajo un contenedor y cierro los ojos.
Vuelven a mí, los recuerdos de la mañana. Me confunden. Me duelen.
Su mirada, llena de determinación, me desafía. Su paz que me atolondra. Su fuerza que no es mi fuerza.
¿Cómo pudo dejarme ahí?
Me odia. Lo amo. Lo odio.
Lo amaba.
¿Acaso no le hago falta?
Me despierto furibundo. Siento la necesidad de confrontarlo. De recordarle nuestro pasado compartido. Me transformo en un oso. Y corro. Ya no camino. Corro.
Salgo del callejón. El aire fresco se esfuerza por retenerme, lo siento sujetarme, lo oigo ofrecerme un descanso más largo y maravilloso. No quiero.
Lucho y continúo.
Mis pisadas proyectan fuerza y frustración. El arte de una escena violenta anticipada pinta trazos bruscos donde me abro paso entre la gente.
Ya no me interesa a donde van. Ya no me interesan sus pies, sus trajes. Nada. Hago temblar el suelo a mi alrededor. Ahora ya no me ignoran. Me temen.
Me miran y me ven.
Me dejan pasar por puro instinto. No huyen, pero se asombran.
Ya no me interesan. Solo quiero encontrarlo a él. Ese único pensamiento llena mi mente. Encontrarlo. Enfrentarlo.
¿Acaso no le hago falta?
Lo amaba.
¿Cómo pudo dejarme ahí?
Quiero entender por qué fui dejado atrás. Debo entenderlo. Antes de ser olvidado. Antes de olvidarme de mí mismo.
En un pestañeo me encuentro frente al monolito. El monstruo de vidrio y concreto donde nací. Donde crecí. Donde vi mis mejores días. Donde éramos uno.
Este edificio. Testigo de mi concepción involuntaria. Yo nací entre el estrés y la exigencia desmedida. Cada reunión. Cada plazo imposible. Cada duda. Cada temor. Me alimenté de cada sombra que aparecía en su espíritu.
Me detengo.
Miro su inmenso tamaño. Siento un eco distante de esos días.
Quiero rugir. Jadeo. Tengo miedo.
Sé lo que está por pasar.
Puedo sentir lo que ya pasó.
Mi corazón late con fuerza. Lo toco. Lo aprieto. Lo miro. Pelaje marrón oscuro. Recuerdos de tiempos más felices me llenan.
Felices para mí.
Y entonces me asusto. Me invade el descubrimiento de que no debería haber venido. No puedo enfrentarlo. Miro hacia el cielo como buscando respuestas, y rujo. Doy un rugido que me sale de las entrañas. Con todas mis fuerzas.
Poco a poco mi rugido se va convirtiendo en un grito desesperado.
Lágrimas caen por mis mejillas.
Me quedo sin aire y cierro mis ojos. Los presiono, como si los escurriera.
Bajo la cabeza y antes siquiera de comenzar a abrir los ojos, ya sé que está ahí. Que yo estoy ahí.
Lo miro, me mira, me miro.
—Hola —dice suavemente, siento el nerviosismo en su voz.
Veo su rostro cansado pero con un nuevo brillo. Sé lo que ha hecho. Lo que he hecho.
—Hola —respondo con una sonrisa tenue.
Tengo miedo. Tiene miedo. Tenemos miedo.
Hay una pausa. Un hueco en el tiempo que ambos aprovechamos.
—¿Finalmente lo hiciste, no? —mi voz, cargada con una emoción que no puedo describir, tiembla.
El asiente. Despacio. Asiente.
Aunque tengo tanto miedo que podría convertirme involuntariamente en una tortuga y meterme en mi caparazón, sonrío nuevamente. Sonrío. Aun con el nudo que tengo en la garganta, sonrío.
—Lo hice. Finalmente, lo hice —dice mirándome fijamente, con firmeza.
Y él también sonríe. Me llena de una sensación extraña. Pena. Nostalgia. Orgullo. Me llena de orgullo.
Por un instante nos miramos en silencio. Ambos sabemos lo que está por venir. El cambio. De manera curiosa, al final de nuestro camino y sin necesidad de decírnoslo, nos hemos aceptado el uno al otro.
—Te voy a extrañar —digo, sé que no podré hacerlo, pero quiero.
Mi voz es apenas un susurro.
Nuestro lazo ha sido complejo, nos amábamos y aunque no era sano, ese miedo nos definió. Lo definió a él. Y también, a su manera, nos mantuvo a salvo. No todo fue malo.
Él asiente. En sus ojos veo tristeza y determinación. Me llena de orgullo.
—Yo también, pe… —comienza, pero yo lo interrumpo.
—Pero ya es hora de seguir adelante ¿No?
En ese instante, nos amamos. Yo amo la determinación que veo en sus ojos. Él ama que lo haya venido a buscar, que tengamos una despedida. Un cierre.
Mi existencia comienza a desvanecerse. No duele. Al contrario, me alivia. Es como si yo fuera niebla disipándome ante el sol. Miro mis manos. Miro lo que queda de mis manos y lo sé.
—¡Adiós!… —logro decir en un largo grito. Lo amo. Me amo.
—Adiós —susurra él. Susurro yo. Casi puedo percibir el alivio que siente al verme partir.
Mientras mi despedida y mi existencia se desvanecen en el aire, siento paz, de esa paz que viene con la aceptación. Sé que ahora estará mejor. Sin mí. Sin la ansiedad que una vez lo definió.
Sé que ahora estaré mejor.